Por Adrián Abonizio
Llegó una noche al Bar Nautilus un tipo con pinta de jefe acompañado por otros dos. Eran viejitos los tres.
Vaya a saberse, pero el alcohol que expendíamos (una hoja de asta de ciervo embalsamado mezclado con tinner y alcohol de quemar, más un pellejo de durazno con talco para bebés) hacían la mezcla fatal.
El suero de la verdad criollo le servimos porque vimos en sus ceños la luz mala. Entonces se pusieron a hablar, primero bajo, luego fuerte, hasta que al final ni podían con sus voces de gallos.
Resultaron ser carabineros escapados de la gran Masacre de Chile Descendente allá por el 2049. Ellos habían matado, violado, torturado y ahora lo contaban intoxicados por el brebaje.
Mustia, la Cantante Desnuda fue la encargada de acercárseles y darles un beso de veneno en cada boca vieja. De inmediato se le pusieron los ojos rojos: de allí hasta el último suspiro no verían más que sangre, sangre y más sangre. Y en sus cabezas sonarían canciones de Violeta Parra una tras otra, una tras otra.