Por Nuria Zurita


Corría, mi pecho a punto de estallar, escuchaba el sonido de sus botas en mi espalda, aplastando mi vida a cada paso. Por un puto queso. Vi la casa, apenas iluminada y con la puerta entreabierta, no lo pensé. Entré, tropezando, todavía sintiendo los latidos en mis oídos.

Dentro, un calor inesperado. En el salón una mujer echaba leña a la chimenea.

– ¿Vienes a quedarte? – preguntó, sin girarse a mirarme.

Quise explicarme, hablarle del queso, de la policía, de mi hambre, pero me hizo callar.

– Aquí, nadie justifica su hambre – dijo una niña mordiendo una magdalena mientras cerraba la casa tras de mí.

Los golpes comenzaron a sacudir la puerta. Afuera, órdenes y gritos; adentro, calma cálida. La mujer se acercó a la ventana, miró a los agentes y cerró las cortinas. Alguien encendió la radio, subiendo el volumen hasta que el ruido desapareció.

Recorrí la casa. Había mujeres leyendo en una biblioteca, un anciano cocinando, gente reunida… Observé, en silencio, esperando que alguien huyera, que alguien me delatara. Pero no pasó.

– Cuidamos de los nuestros – susurró una voz que parecía salir de la misma casa, como si adivinara mis pensamientos.

Volví a mirar hacia afuera: los golpes, los gritos, el resplandor de las linternas. Adentro, la voz de Georges Brassens se entrelazaba con las risas de los niños, que iban y venían con pan, con el queso ya cortado y repartido. Reímos, bebimos, compartimos esa noche eterna. Y, por primera vez en años, sentí que la vida podía ser algo más que solo resistir. Sonaron helicópteros. La música se detuvo.

– “Última hora: el presidente Benjamin, en visita oficial a nuestro país, ha sido asesinado durante la Feria internacional del queso.”

Sentí las miradas. George Brassens siguió cantando ajeno al magnicidio. Levantamos las copas. Brindamos.