Era un domingo de resaca. Como era habitual, la noche anterior se había puesto fina por resignación a su vida precaria que a veces la empujaba a abandonarla. Su cerebro frito la arrastró hasta el sofá y puso un documental. Con los ojos expectantes y en la mano un cigarro que se había consumido solo, escuchaba a los supervivientes de aquella guerra, entrecortados entre imágenes de archivo, pólvora, lágrimas y hambre. Como siempre que indagaba en ese tema, sintió ese escalofrío que le nacía en la nuca y bajaba por la espalda retorciéndole las entrañas. Una corriente helada que no era del todo suya.
Estaba acostumbrada a sentir aquello. Pero esa tarde comprendió que no era emoción, sino presencia.
La habitación se llenó de un aire frío y denso. Las paredes y la pantalla desaparecieron y el sofá apareció en medio de Los Pirineos. Allí vio a una mujer con un abrigo raído, avanzando sin pausa en la tempestad. Nunca la había visto pero la reconoció. Sus miradas se cruzaron y sintió abrirse una puerta que siempre estuvo ahí esperando. No les hizo falta hablar. Supo que era ella, la presencia que siempre la acompañaba, la que la sostenía cuando quería tirar la toalla y cuando la intuición la salvaba sin saber cómo.
Había huido a Francia con su marido buscando refugio. Pero ahora los alemanes mandaban. Al marido lo fusilaron y a ella la enviaron a un burdel de soldados, a servir vino y carne a quienes habían matado a su marido. Desde entonces, su espíritu buscaba una garganta que la recordara y un corazón donde seguir latiendo.
El documental terminó. La chica se miró en el espejo y vio un brillo que no era solo suyo.
—No te olvidaré —susurró.
Por primera vez, disfrutó de aquel escalofrío.
Leticia Romero González