Un nuevo apagón, otro más, encendió el barrio y, sin esperar órdenes ni sugerencias, todo el mundo supo qué hacer: el mecánico convirtió bicicletas en generadores, el panadero anunció pan para todes, la médica instaló una mesa para tomar tensiones y despejar dudas, el bar y el súper distribuyeron cafés y víveres. Nadie mandaba, pero todos decidían.

La libertad no fue un grito, sino muchas puertas abiertas: quien quería cocinar cocinaba; quien necesitaba descansar, descansaba; quien dudaba, preguntaba sin vergüenza. La justicia social ocupó el centro del mantel: el pan y las medicinas se repartieron según necesidad, y los conflictos se trabajaron en asambleas espontáneas, con paciencia y café. La autogestión apareció en un pizarrón improvisado en la entrada del centro social: turnos, presupuestos, tareas que nacían y morían según el ánimo y el sentido. El apoyo mutuo se fue volviendo costumbre.

Cuando volvió la luz, nadie corrió a pedirle cuentas al alcalde. Y alguien colocó en los dos accesos al barrio un cartel que decía:

 

Barrio Libertad

justicia social

autogestión

apoyo mutuo

24/7

 

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