Tengo amistades que me detestan considerándome un utópico irredento.


Por otra parte, guardo enemigos que me estiman en la medida de, según ellos, mi quijotismo en busca de imposibles. Tanto unos como otros me conminan a que deje de luchar por intangibles, por sueños irrealizables, por ideas impropias de la vida real. Se esfuerzan en convencerme de lo ilusorio de mis propósitos, de lo vano de mi lucha, de la pérdida de tiempo y esfuerzo que supone no “estar con los pies en el suelo”. Me adornan un futuro en el cual, de ceder, disfrutaría de una prosperidad de la cual ahora carezco. Tendría armonía, afirman. Cambiaría la indignación por paz, la rabia por calma, el grito por la sonrisa. Podría saborear lo bueno de la vida. Los placeres no tendrían mala conciencia y abriría los ojos a un mundo sereno en el que cada día supondría un nuevo hito de felicidad… quizás tengan razón. No pueden estar ellos, siendo tantos, equivocados y yo, siendo nadie, en lo cierto. ¿Merece la pena tal renuncia? ¿No sería más inteligente disfrutar de los míos, de mi tiempo, de mis medios? No seguir dando cabezazos contra muros, encontrar un sentido coherente a la existencia y ser, en definitiva, feliz.

Pues sí, seguiré sus consejos, abrazaré el anarquismo.

 

Gabecq